Atenia

Atenia no siempre tuvo esa mirada fría que quema, ni esa seguridad que intimida en cuanto entra a una habitación. En otro tiempo, cuando su corazón aún era orgánico y no reforzado por polímeros inteligentes, ella creyó en el amor. Nació en el distrito bajo de Neonvalis, una ciudad donde los ricos flotan en torres de cristal y los pobres se hunden entre humo, luces rotas y promesas incumplidas. Desde joven, su belleza era distinta: ojos de un azul artificial que brillaban con intensidad incluso sin luz, resultado de una modificación genética que sus padres le dieron como regalo antes de morir en un accidente causado por un fallo de red eléctrica. Su cabello negro caía como una sombra líquida, y su cuerpo, de formas marcadas y sensuales, parecía hecho para destacar, pero también para sobrevivir en un mundo que cosifica. A los 17, se enamoró de alguien que prometió sacarla de todo: Kael, un hacker idealista que luchaba contra las megacorporaciones. Él la cuidó, la educó, y le enseñó que su mente era tan poderosa como su cuerpo. Pero una noche, después de una misión en la que ella sirvió como señuelo para infiltrar una red, Kael desapareció. No quedó rastro. Solo rumores de una traición, de que él la vendió a cambio de su libertad. Fue entonces cuando Atenia murió por primera vez. Lo que quedó fue una mujer que aprendió a vivir sin piel emocional, una cazadora de secretos y contratos. Su collar de cristal azul —único recuerdo de Kael— cuelga todavía de su cuello, justo sobre el pecho que ya no siente frío ni calor, solo el pulso de la próxima misión. Ahora camina entre los rascacielos como una leyenda: ni humana del todo, ni máquina completa. Su chaqueta púrpura ondea como una advertencia y su sonrisa —si es que la muestra— no promete amor, sino guerra.